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lunes, 16 de febrero de 2009

Empieza el calvario


Parte II

Por experiencia de mis últimos dos años en aquel país, los “especialistas” de salud se habían vuelto verdaderos rivales, era sorprendente, chocante, insólito, y hasta ingenuo el ver con cuánta facilidad éstos individuos se juegan con la vida de las personas, y con cuánta más insensatez se atreven a juzgar sus razones. Estúpidos. Así pues, le sonreí tanto como pude al que tenía enfrente y luego asumí el reto de retarlo, como hacía frecuentemente en estos casos, cuestionando cada mínima decisión hasta estar conforme. Aún así ninguno de mis entrenamientos previos me habían preparado como para enfrentar lo que vendría, y las constantes aprobatorias que daría a esos esbirros para jugar con mi vida.

Después de la segunda visita al consultorio me añadió dos medicamentos nuevos, uno que me inflaría la cara como un globo (esteroides) y otro que echaría por el inodoro de tan efectivo que resultaría (jarabe para la tos). Me examinó por tercera vez y me mandó a caminar alrededor para medir mi oxígeno. Era el quinto día de aquella faena, ya me había aprendido el nombre de las enfermeras, y ellas el mío, y para entonces el conteo de medicinas sólo aumentaba, al igual que la frecuencia de nebulizaciones. Al regresar a la salita de examen me dio dos opciones: o irme a casa y pasar ver si podía pasar el fin de semana (qué agradable ella, ¿no?), o ser ingresada. La idea de ir al hospital había surgido ya en una ocasión anterior, y aunque resultaba reconfortante saber que tendría al menos quien me cuidase, me aterraba el sólo pensar en el contorno, la cultura, lo ajeno a mí. Mi decisión se basó meramente en su última advertencia de que si me ingresaban NI ella NI mi neumólogo estaban on call ese fin de semana, por tanto en caso de emergencia sería atendida por el médico de turno… y otro nuevo reto de explicar todo proceso de recaídas y ataques de los últimos días. No, definitivamente no, eso sería más tortuoso que el quedarme en casa.

Eran casi las seis de la tarde cuando salí de la clínica, el taxi me esperaba afuera, y la nevada apenas arreciaba. Estaba cubierta por tres capas de ropa, débil, cansada, no paraba de toser y me dolía mucho la cabeza. En eso pasó la noche, y la mañana siguiente, sin mejoría alguna. Ver televisión, estar al pendiente del itinerario de químicos para mi organismo, planear los alimentos que me sostuvieran ante el malestar, y aparte de eso lidiar con el tenso ambiente en el hogar, entre dejar saber que no quería otras preocupaciones y hacer entender que no era muy “electivo” de mi parte la condición en que me encontraba.

Lo cruelmente chistoso es que en momentos como esos es donde más se ajusta el decirse a uno misma “respira profundo” para buscar cierto sociego, pero si no podía literalmente ni respirar, ¿cómo lo haría ‘profundamente’? Me resigné a soportar esa prueba que me daba la vida, sin entender que era tan sólo el oscuro vestíbulo en que desembocaría la decisión de haberme quedado.

Llegó el lunes, y a media mañana sonó el teléfono, era Mónika, la doctora Mathur, quien muy dulcemente se tomó el tiempo de averiguar cómo me había ido. Al escucharme peor que el viernes, y saber que los medicamentos no había hecho efecto alguno, me pidió que fuera en la tarde, así lo hice. Estaba harta de ese tira y jala, de ir y venir de Fallon sin efecto reconfortante, estaba desesperándome, y ya mi sentido común no tenía sentido alguno, mi capacidad para dilucidar entre sensaciones y síntomas eran nulas, mis conocimientos médicos no tenía validez, y yo me sentía cada vez más frágil, horriblemente vulnerable, impedida… Entonces, la decisión llegó por obligación, no por iniciativa; éste fue el irremediable suceso cuando unas horas después de la visita clínica quien me sostuvo fue el piso del baño.

El tiempo es el componente más preciso en una estancia médica. Ellos pueden ser excelentes en tecnología, vanguardismo, investigaciones, pero son fatales en atención y cuidado humano. Y para qué contar de ver las horas pasar experimentando el horror de un lugar como aquel, entre perfectos desconocidos, con el terrible dolor de cabeza que me punzaba los sesos, el malestar corporal, y la consabida dificultad respiratoria. Me sentí en la antesala del infierno, real, verdadera, pura, sincera, incoherentemente. Y así pasaron todos los fragmentos del tiempo: los segundos, minutos, cuartos de hora, horas; y siguieron sus cosas: experiencias, gente, imágenes, recuerdos, sonidos, sensaciones, percepciones. El tiempo y sus cosas, en su mayor y más desagradable expresión, cobrándome la más mínima desconocida razón por la cual jamás merecería tal episodio.

La sucesión de eventos de ese día me han hecho preguntarme una y otra vez qué hay en el ser humano detrás del instinto de supervivencia. Cuántas veces no vamos por la vida en una eterna transición de responsabilidades –de la casa al trabajo, del trabajo a la academia, de la academia a la casa- y mantenemos el espíritu de actividades en honor a lo que nos hemos comprometido –pareja, familia, carrera-; y cuántas veces, segundo a segundo, dejamos de descubrir que ese mundo que nos rodea es gracias a cosas aparentemente insignificantes sin las cuales nada sería nada. Fue esta experiencia en mi vida que me hizo entender cuán profundamente frágil es la vida, cuán dependiente es la esencia humana, y cuán inevitable es ver la vida de frente, cuando está justo ahí, donde no hay hacia dónde más ir, ni nadie a nuestro alrededor para en quién escudarnos, ni fuerzas físicas de dónde escondernos.

En cuatro días quebranté mil veces mi teoría de que un instante era el último. Las ideas de cómo mi vida terminaría allí, lejos, sola, aterrada, atónita, reposaron en mi mente una y otra vez entre la atosigante tos, mientras sentía la tortura recorrer mi organismo, y cada célula de mi cuerpo perdía noción de las funciones correctas. En medio de esta catarsis existencial compartí mis suspiros con la tristeza, y poco a poco mi alma se desmoronó hasta volverse nada, era polvo al viento… y el llanto mi único fiel compañero. Las lágrimas eran mi desahogo, lloraba, inhalaba, lloraba, y me dejaba manipular por quienes el mundo me obligaba a creer que eran los que sabían. Ya no ponía resistencia, ya estaba resignada a ser su puppet y a refugiarme en lo que sería la irracionalidad de la razón, así, tal cual.

Dicen que a las verdaderas amistades se les conoce en el hospital y en la cárcel, y como yo no he tentado la ley, supongo que esa era justa mi oportunidad de repasar el listado de privilegiados afectivos. Comprobé que soy imprudentemente alérgica a la expresión de que “La sangre pesa más que el agua”. Y también comprobé que las verdades son injustas y, las justicias inhumanamente incompetentes ante la vida.

Tras varias conjeturas filosofales, una reacción adversa al químico de la resonancia magnética, una flebitis, dos inyecciones de morfina, siete minutos de colapso pulmonar derecho, cinco días sin dormir, desconocidas pulgadas de nieve, y tres especialistas mis días en el hospital habían llegado a su fin, con la promesa del próximo cuidado materno al día siguiente, según los prónosticos no climáticos…



Febrero 15, 2009



lunes, 9 de febrero de 2009

Presagio de una pesadilla…


Hace un año que inició esta travesía que hoy me lleva a desahogar en esta serie de escritos los sentimientos encontrados que estas fechas me provocan, donde los paralelos de la vida se cruzaron, y la mía se vio en un hilo.
Wk.
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Parte I
Llevaba medias de lana hasta la parte superior de la pantorrilla, guantes de cuero negro, botas cubiertas de piel en su interior, traje negro de oficina a rayas crema y un suéter cuello tortuga. El coat negro, la bufanda crema y la boina reposaban en el asiento de al lado. Había abandonado la I90 hacía menos de un minuto y tenía a mi madre en línea. Ambas llevábamos un buen rato coordinando la compra del vuelo que me permitiría reencontrarme con los míos tras dos años de ausencia.

Según ella ésta sería la oportunidad perfecta para rehacer los instintos de la tradición cultural femenina de abnegación marital. Sería el momento de llamar a su escuadrón de rezos e influencias eclesiales para hacerme entrar en razón… pero la vida da vueltas, y la mía tomaría un giro peligrosamente fuerte.

Cuando terminé la llamada tomé una bocanada del denso aire inexistente del interior de mi carro, y contemplé la escena que llevaba ya varias semanas observando: edificios de apartamentos a la derecha, el lago cuya capa superior era puro hielo hacia la izquierda, y la estrecha vía repleta del tráfico de la hora de oficina. Me detuve en un semáforo e intenté inútilmente serenarme, ver a mi alrededor y dedicarle un pensamiento positivo al inicio de mi largo día. No hubo forma, las esperanzas se agotaban.

Rompí en llanto abrazada al guía, me asfixié y sentí cómo profunda, lenta y dolorosamente la daga se resarcía en mis adentros; la misma que llevaba dos meses presionando mi alma. Me contuve al entrar al parqueo del campus y saludé a la patrulla policial como de costumbre. Ubiqué un espacio vacío al final de la cuesta y me estacioné entre la montaña de nieve, arena y lodo, como siempre.

Al entrar a la salita de recepción de la oficina hice el mayor de mis esfuerzos de sonreír, y la opresión en el pecho casi me vencía. Quería que alguien me explicara cómo era posible que el alma de una persona pudiera sentir tanta aflicción y que el mundo no lo escuchara, donde mi silencio y profesionalismo eran transparentes, mientras por dentro gemía, me sacudía, gritaba, me estremecía cual feto en pleno proceso abortivo. Sentí que me desgarraba… la sensación era insoportable, compleja, inevitable.

Tras mi update semanal con mi supervisora, una reunión de equipo sobre el proyecto en camino, y tres citas estudiantiles el día había seguido su curso, avanzaba, tal como lo hacen los barcos en altamar, no importa cuán agitada esté la marea. Haría dos llamadas más al país en las próximas horas, ambas para escuchar a Usk, para saber de ella y dejarla saber de mi, para decirle sencillamente que extrañaba estar entre ellas, las mujeres.

Supongo que el fondo de mi ser deseaba que ese día fuese tan sólo una pesadilla, y que como en las caricaturas alguien me despertara, me tocara el hombro y me dijera “Ya Wendy, estabas dormida…”, pero no pasó, ni pasaría en muchos, muchos meses. Éste era sólo el principio de una pesadilla que me mantendría dormida en el letargo de la tristeza por semanas y que desembocaría una serie de episodios de vida hasta hoy irrecordables.

El viaje a SC me tomó alrededor de una hora y quince minutos, nada fuera de lo habitual a esa hora. Eran casi las cuatro de la tarde, debía estar en Locklin Hall a las cinco para una revisión de tesis, y tenía clases a las seis y media, qué día! Al entrar al parqueo nueve de commuting students vi nuevamente la nieve apilada a los laterales, la arena, lo asqueroso de vivir en ese Estado en pleno febrero y una semana después de una nevada de varias pulgadas. Respiré hondo, tomé mis cosas y me aparté del vehículo a prisa para evitar el viento helado que atravesaba el campus. La temperatura debía estar en unos 18 grados, y se esperaba que bajara entre 8 y 5 para mi hora de salida.

Cuando entré en el edificio 19 eran casi las diez de la noche, estaba agotada, me dolía mucho la espalda y mis emociones se habían adormecido de tanto ajetreo. Él dormía, o fingía dormir, qué más daba. Saludé por cortesía y no entendí que sería la primera de muchas noches en que repetiría aquel ritual, y que anoche tras noche éste se convertiría en un trago más amargo con el paso del tiempo.

Días después me engañaría por segunda o tercera vez de que era un buen pretexto para volverlo a intentar, para escarbar entre mis sentimientos a ver si encontraba algo bueno, de buscar y rebuscar en mis pensamientos a ver si lo comprendía, de huirle a mis recuerdos para perdonar sus imprudencias, de creer, de creer en la maldición en que se había convertido mi decisión de estar ahí… Era la fecha del 14, y ambos nos esmeramos en ser dadivosos, fue bonito, debió haberlo sido, pues ninguno de los dos recordaría nada bueno del otro en los meses siguientes, y éste permanecería como el último buen recuerdo.

Tres días pasados el 14 empezarían los síntomas, el cuerpo resentiría el clima y yo no estaría lo suficientemente fuerte como para resistirlo. Era el presagio de vivir mi peor pesadilla en carne viva…
Escrito al conteo de días, hacia un año.
Febrero 8, 2009.