Esperaba ese momento desde hacía un tiempito, por varias razones se nos había dificultado; entre su yo y el mío, su cambio de interés y mi actitud, sus consideraciones y mis ideas, sus corbatas y mis suits. Pero este atardecer lo trajo a mí, sin mucho aviso, sin confirmación, sin agenda, así de repente se apareció en mi puerta.
Me sentí intrigada, curiosa, traviesa, recelosa. Él estaba impecable, como siempre, su enigmática figura, y su manera aún indecifrable para mí. Ese código de datos que había empezado a entender a cucharaditas. No tenía expectativas, así como él aparentaba no tener prisa.
Fue la oportunidad perfecta para destapar la botella que llevaba unos días acariciando con la mirada. Tomé dos copas y las serví. Nos sentamos en el balcón lateral a hablar, sencillamente compartir vivencias y sabores.
Entramos en confianza y la pregunta era presumible, por lo que abordé el tema, empecé a contarle. Era una buena oportunidad para compartir algunos recuerdos que podían dar explicación a ciertos comportamientos, criterios, conflictos. Era un momento que –supuse- llegaría bajo cierto nivel de comodidad entre ambos.
No sé si fue el vino, o la historia, o la espera, o la suma de sus factores, pero la mirada nos fue traicionando, y lo sentí cerca, cerca de mis ideas, cerca por instantes, cerca de mi rostro, tal cual unos meses antes lo estuvo entre carpetas, cristales y silencios… y se dejó al aire.
Así fue como en inicié un “contarte” de cobros por sobregiro…
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